El autor explica claramente cómo el beneficio que representa el alto precio de la soja y otros cultivos, tiene un costado negativo para la economía en su conjunto.
Por Andrés Asiain * (Publicado en Página 12 del 3 de septiembre)
Pero si en el plano externo los altos precios de los alimentos suenan a una bendición, en el plano interno pueden generar grandes inconvenientes. Un informe reciente de la Cátedra Nacional de Economía Arturo Jauretche muestra que el incremento en el precio interno de los alimentos registrado entre 2006 y 2012, se explica en gran medida por el alza internacional de la cotizaciones de los granos y oleaginosas de exportación. La utilización del trigo y maíz como materia prima para la producción de fideos, harinas, polenta, engorde de pollos, entre otros, hace que parte de la inflación externa se traslade a la mesa de los argentinos.
Adicionalmente, el alza de la soja también afecta el precio de los alimentos pese a que pocos argentinos incluyan en su dieta a la oleaginosa. Es que el yuyo verde compite con las demás producciones por el uso de la tierra cultivable, incrementando los costos de los arriendos que se mueven al compás de su cotización internacional. El valor de la hectárea en la zona núcleo de la provincia de Buenos Aires se multiplicó por tres en los últimos 6 años, alcanzando los 10.000 dólares promedio para julio de 2012.
Otro efecto indirecto del auge sojero es el desplazamiento de los cultivos de verduras, hortalizas y frutas de la periferia de las ciudades, con el consiguiente encarecimiento de los costos de producción y transporte. El desarrollo de numerosos emprendimientos inmobiliarios de amplias extensiones destinados a sectores de altos ingresos ha sido alimentado por el excedente del agro, desplazando a los quinteros que tradicionalmente ocupaban ese espacio.
El alza del precio de los alimentos afecta especialmente a los sectores más humildes de la población. El gobierno nacional ha venido paliando esa situación a través del incremento de las jubilaciones, las asignaciones, los planes sociales y los sueldos de estatales. Todo ello implica gastos financieros que reducen el aporte real de recursos del sector agropecuario al Estado. Por otro lado, los mayores precios de los alimentos inducen pedidos de incrementos salariales que aumentan los costos laborales de las empresas y que son transferidos a precios por sus empresarios. Ello reduce la competitividad de la industria, especialmente la pequeña y mediana, y obliga a una serie de medidas administrativas de restricción de importaciones para evitar que sean desplazadas por la competencia externa. El sostenimiento de un proyecto de reindustrialización con inclusión social, descansa en gran medida en la posibilidad de lograr mantener un suministro de alimentos para el mercado interno a precios bajos. Ello requiere una fuerte intervención estatal en el sector agropecuario que se imponga a la lógica de avance de la soja que hoy determina el mercado mundial. El ejemplo de Brasil, tantas veces traído a cuento por los intelectuales de la derecha, puede ser útil en este caso. Pese a su creciente producción de oleaginosas, el país vecino logró sostener un espacio de pequeños agricultores familiares que hoy suministran cerca del 70 por ciento de los alimentos que consumen los brasileños. Su presidenta acaba de anunciar créditos cercanos a los 9000 millones de dólares para el desarrollo de ese sector.
En Argentina, aún sobreviven en los márgenes de la frontera agropecuaria un amplio sector de pequeños campesinos. Una fuerte política estatal de apoyo al desarrollo de ese sector podría ser una fuente de abastecimiento de alimentos para los sectores populares. De paso, se estimula la configuración de un nuevo actor social que pueda enfrentar el conservadurismo político que emana de las organizaciones que conforman la Mesa de Enlace.
* Cátedra Nacional de Economía Arturo Jauretche.
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